Cada mañana nos despertamos (si hemos dormido) a este arresto domiciliario de toda la población que casi nadie hubiera podido anticipar. Ahora se nos anuncia que nunca recuperaremos la libertad más que de forma provisional y parcial. Se nos augura un segundo gran encierro para dentro de unos meses y se nos dice que tendremos que acostumbrarnos a «una nueva normalidad».
Sigue pendiente el debate sobre si este confinamiento era una medida adecuada, y si era necesario hacerlo tan estricto como en España, o se podría haber optado por la orientación de países como Suecia, tal como se explica aquí. Tendremos que evaluar la relación del pánico generado con el abandono o encierro en condiciones dantescas de muchas personas mayores, esas a las que se trataba de proteger, y con el colapso de las urgencias en los hospitales.
Tendremos que evaluar también las consecuencias del confinamiento sobre los derechos humanos, la violencia de género, los suicidios, los brotes sicóticos y otras enfermedades. Y, por supuesto, sobre la multiplicación del número de personas que no tienen para comer, en nuestro país y en los demás. La pobreza mata, recordemos.
Pero la cuestión ahora es si podríamos prevenir que los confinamientos y el distanciamiento social sean la «nueva normalidad».
Nos enfrentamos a amenazas letales relacionadas entre sí: crisis climática; contaminación del aire, del suelo y de los alimentos; aumento exponencial de las enfermedades; crisis sanitarias, debacle de los servicios públicos; desigualdad social y la pobreza extrema; crisis migratorias y de derechos humanos… Podríamos visualizar un esquema con estos elementos y flechas que los unieran a todos con todos.
No pretendo dejar de hablar del coronavirus, al contrario, porque esta crisis es la cristalización de todas las demás; el callejón sin salida (metafórica y literalmente) al que hemos llegado; el mazazo en la cabeza que se nos ha dado a la humanidad y del que podríamos sacar conclusiones sensatas para abandonar nuestro actual rumbo insensato hacia el colapso.